Por Fernando Peregrín Gutiérrez
Cambio climático y revolución cultural 4199 Tonatiuh Gutiérrez
Hace ya mucho tiempo que entre los conocimientos básicos de la historia
de la Tierra de cualquier persona ilustrada figuraba la existencia de períodos
en los que la temperatura media de la atmósfera y de la superficie terrestre
había sufrido cambios muy importantes. Posiblemente esas mismas personas que
conocían los hechos poco sabían sobre las causas concretas de estos ciclos
climáticos, mas no había duda de que se trataba de un fenómeno raro y natural.
Lo cual no es de extrañar, pues los expertos que intentaban explicar esos
importantes cambios climáticos, en concreto las llamadas glaciaciones, no se
ponían de acuerdo en las causas de tan complejo fenómeno. Y las hipótesis que
se iban proponiendo, fundamentalmente dos, la tectónica de placas y los cambios
de la órbita terrestre, no podían ser contrastadas con los hechos de forma que
permitieran o su refutación o un conocimiento preciso de lo sucedido. Principalmente
porque se trataba de estudiar acontecimientos o casos únicos, accidentes en
suma, cuyas escasas huellas, caso de encontrarse, no permitían pasar muchas
veces de las meras conjeturas. En realidad, la climatología no hace mucho que
ha alcanzado la consideración de ciencia académica autónoma, pues hasta la
década de 1950 era poco más que una actividad centrada en torno a la recogida
casi artesanal de temperaturas estacionales, datos sobre precipitaciones y
vientos, etcétera, que pudieran ayudar a los labradores y granjeros en sus
decisiones sobre el tipo de semillas a plantar o a los ingenieros de caminos,
poniendo a su disposición datos estadísticos fiables sobre las crecidas de los
ríos y barrancos sobre los que se iba a construir un puente o viaducto. Se
trataba, en suma, de una rama menor de la meteorología, una ciencia que, a su
vez, se había independizado hacía poco de la geografía y la geología.
El descubrimiento del cambio climático1
En la década de 1930 aparecieron las primeras informaciones sobre la
tendencia a un calentamiento global detectado desde finales del siglo XIX. Mas
sin relación alguna con la actividad industrial humana. Máxime cuando por
aquellos años Milutin Milankovitch publicó unos detallados cálculos de las
variaciones de la órbita terrestre que parecían dar una explicación plausible a
los ciclos climáticos, en general, y a la periodicidad de las glaciaciones, en
particular.
Sin embargo, en 1938 sucedió un hecho que, visto en perspectiva, parece
haber sido el primer aviso de la presencia de factores humanos en el cambio
climático. Guy Stewart Callendar, un ingeniero especialista en vapor y por
tanto sin credenciales académicas ni profesionales como meteorólogo, dio una
conferencia en la Royal Meteorological Society de Londres durante el curso de
la cual no sólo afirmó que sus muy completos y detallados datos –su afición a
la meteorología le llevó a recopilar todos los datos estadísticos sobre
climatología que pudo encontrar– indicaban sin lugar a dudas un calentamiento
global, sino que sostuvo que era la actividad humana de la quema de
combustibles fósiles la que creaba cantidades ingentes de gas dióxido de
carbono (CO2), y que esa era la causa principal del cambio climático.
La propuesta de Callendar –la de identificar el CO2 como agente
primordial del calentamiento de la atmósfera– tenía antecedentes científicos,
escasos, pero de prestigio, que se remontan a las primeras investigaciones
teóricas del gran matemático Joseph Fourier, pionero en el estudio del flujo
del calor. Pero hubo que esperar al científico británico John Tyndall para que
éste confirmara en su laboratorio (en 1859) que ciertos gases tenían la
propiedad de ser opacos a las radiaciones infrarrojas (esto es, en lenguaje
llano, “atrapar”), responsables del flujo, a través de la atmósfera, del calor
emitido por la superficie de la Tierra. Primero el metano –componente de un gas
industrial obtenido quemando carbón– y después el CO2, se mostraron en las
experiencias de laboratorio de Tyndall tan opacos a la radiación infrarroja
como tablas de madera.2
La Segunda Guerra Mundial significó un paréntesis en muchas disciplinas
científicas no relacionadas directamente con el esfuerzo bélico, como era el
caso de la climatología a largo plazo. Mas la necesidad de que las predicciones
meteorológicas a corto plazo fuesen cada vez más fiables, dio lugar a la
aparición de nuevas tecnologías para el estudio en detalle de la atmósfera que
permitían precisiones mucho más altas tanto para la obtención de los datos como
para los cálculos climatológicos que se hacían a partir de ellos. Así, hacia
1950, algunos científicos, estadounidenses principalmente, sacaron provecho de
las grandes mejoras de los instrumentos de recogida de datos atmosféricos y del
enorme aumento de la capacidad de realizar cálculos complejos mecanizados (el
primer ordenador moderno de propósito general, el ENIAC, empezó a funcionar en
febrero de 1946) para tomar en consideración la hipótesis de Callendar de que
el CO2 producido por la humanidad era, en gran parte, responsable del
calentamiento global. Curiosamente, esta posibilidad de investigar a fondo el
cambio climático fue propiciada, fundamentalmente, por la repentina abundancia
de fondos disponibles a través de los organismos dependientes del Ministerio de
Defensa y de las fuerzas militares estadounidenses, que consideraban la
climatología y el estado de los mares y océanos como parte muy importante de la
información necesaria para controlar lo mejor posible el curso de la Guerra
Fría.
El resultado más espectacular de este esfuerzo posbélico para analizar
y estudiar la realidad e importancia del cambio climático y su relación con el
CO2 fue, muy probablemente, la publicación en 1960 de los datos obtenidos por
Charles D. Keeling y sus colaboradores tocantes a la variación, mes a mes, de
la concentración de dicho gas en la atmósfera a lo largo de dos años
(septiembre de 1957 a noviembre de 1959, en el Polo Sur y en otro par de
lugares). No obstante, científicamente hablando, aún se estaba lejos del
descubrimiento, o mejor dicho, de su confirmación, del calentamiento global.
Como mucho se puede decir que hacia 1960 se había ya descubierto la posibilidad
de que se estuviese produciendo un calentamiento global y que el aumento de la
concentración de dióxido de carbono fuese una de sus principales causas.
La década de 1960 es, en relación a las investigaciones sobre el cambio
climático, a grandes rasgos, un período gris, de transición, en el cual destaca
principalmente la aparición de los primeros modelos matemáticos del clima, muy
sencillos y elementales al principio, y por lo general diseñados y puestos a
punto para las predicciones meteorológicas a muy corto plazo y muy locales. No
obstante, con el aumento del poder de cálculo de los ordenadores y la puesta en
órbita de la primera generación de satélites meteorológicos (en 1960 se lanza
el primero, el tiros i), empieza la transición a gran escala de la climatología
cualitativa a la cuantitativa.
El primer Día de la Tierra se celebró el 22 de abril de 1970 y fue un
hito de la mayor importancia para la cultura occidental, ya que significó la
consagración del ecologismo como uno de los valores principales de las
sociedades tardomodernas de Occidente. Sin embargo, puede decirse que los
ecologistas fueron de los últimos en subirse al carro del cambio climático. En
algunos casos porque eran más rentables las campañas contra las centrales
nucleares, una fuente de energía de las más limpias y potentes de las que
disponemos para resolver el problema de la emisión de gases de efecto invernadero.
En otros, porque las ONG de ecologistas carecían de los conocimientos
científicos necesarios no ya para liderar la opinión pública respecto del
cambio climático, sino para saber qué efecto tendría dicho fenómeno atmosférico
universal en la vida de los animales salvajes y su hábitat natural, las selvas
y los bosques, que era la preocupación principal de los ecologistas por aquel
entonces. En realidad fue la gran prensa libre de Occidente, si bien al
principio de forma muy limitada y sobre todo, confusa –una veces con profecías
de costas inundadas por causa del derretimiento del hielo polar, otras, de una
catastrófica glaciación–, la que inició, por así decirlo, el gran cambio
cultural, una auténtica revolución en muchos aspectos, que ha llevado a una
parte importante de la población de los países desarrollados a convertir el
ecologismo derivado del cambio climático en una especie de religión, con sus
verdades reveladas, que se creen a medias, y sus preceptos que sólo se cumplen
cuando no nos incomodan apreciablemente.
Mas tan pronto como las asociaciones y ONG de ecologistas y partidos
“verdes” vieron el potencial de movilización cívica de la preocupación por el
medio ambiente, se prestaron a liderar la “conciencia social” de que algo había
que hacer para evitar las consecuencias apocalípticas del cambio climático, aún
antes de que tal fenómeno quedara probado por la comunidad científica
internacional con suficiente probabilidad de veracidad, en sus más importantes
detalles y aspectos. Tal vez aprendieron la lección del Protocolo de Montreal
(1987), en el cual poco o nada intervinieron, y de cuyo éxito no pudieron sacar
rentas.3
Politizar la ciencia con el ecologismo emocional
Llegado aquí, es probable que más de un lector se pregunte si es cierto
que el Protocolo de Montreal significó un éxito de negociación y colaboración
internacionales por las razones que sostiene el embajador Richard Benedick (cf:
nota 3 al pie de página) –y que nadie, o casi nadie discute–, ¿por qué no está
ocurriendo lo mismo con el cambio climático? Hay muchas similitudes técnicas y
científicas en ambos casos, mas se dan también factores de escala que hacen muy
difícil, por no decir imposible, el razonamiento por analogía entre el problema
del ozono y el del cambio climático. Los intereses económicos y políticos, que
ya estaban presentes en las negociaciones del Protocolo de Montreal, adquieren
ahora, en el caso del cambio climático, una magnitud tal que escapa al ámbito
de la ciencia y la tecnología, de la economía industrial y del comercio y se
convierte en una cuestión cultural, en el sentido más amplio de este término.
Tal es así que lo que fue posible –a veces, con gran dificultad– evitar en el
caso del ozono, la politización de la parte científica del problema, ya no lo
es. En este sentido, se puede decir que se ha impuesto el criterio de los
ecologistas y de sus adversarios más economicistas y neoconservadores de que la
ciencia y la política son una misma cosa, sentando así un precedente cultural
muy grave que pone en peligro la autonomía de la empresa científica, sin la
cual es muy difícil que se produzca el avance del conocimiento científico
fiable y acumulable. Este hecho es muy evidente cuando se observa el
comportamiento de muchos de los miembros del IPCC, incluso aquellos cuyo perfil
profesional es exclusivamente científico y académico, que hablan más como
activistas medioambietales que como tales científicos.4 Baste como ejemplo
señalar que el presidente del IPCC, el economista hindú Rajendra Pachauri, y
otros destacados miembros de este organismo, han visto con buenos ojos la
“emocionalización” del cambio climático que están propiciando muchos medios de
comunicación y destacadas personalidades políticas, como Al Gore, cuyo reciente
documental Una verdad incómoda se aplaude sin mucho rubor, pese a los errores y
ambigüedades que todos reconocen que contiene.
El problema es que el IPCC –del que forman parte los más prestigiosos
científicos de las especialidades involucradas en el estudio del cambio
climático– no es un grupo político cuya meta sea ejercer presión en uno u otro
sentido, sino una institución científica y un panel de expertos. Sus miembros
deben, pues, presentar sus resultados y análisis de forma desapasionada,
desinteresada, por así decirlo, tal y como hacen los patólogos o los
psiquiatras y demás peritos cuando prestan declaración como expertos ante un
tribunal. Quizá el error de base de la ONU y de la PIB al establecer el IPCC
haya sido mezclar en un mismo matraz el análisis científico de los datos con
las recomendaciones sobre las opciones socio-económicas y políticas que se
pueden adoptar para resolver el problema del cambio climático. En suma, se ha
obligado a los científicos a ser parte de un proceso de toma de decisiones para
lo cual no tienen ni la preparación ni la experiencia necesarias.
Quizá el aspecto más claro en estos momentos de la polémica sobre el
cambio climático es que dicho fenómeno ha alcanzado ya lo que el filósofo John
R. Searle llama una realidad social, es decir, que se ha alcanzado tal grado de
aceptación social de que la biosfera está en grave peligro por el incremento de
su temperatura media que esta creencia colectiva –será conocimiento verdadero
en la medida en que ese grave peligro se corresponda con la realidad de los
hechos– es ya casi independiente de la realidad fáctica. Lo que significa,
entre otras cosas, que el ecologismo asociado al cambio climático va a
condicionar nuestra cultura en todos sus ámbitos, o lo que es lo mismo, y como
ha se ha dicho en párrafos anteriores, va a propiciar a buen seguro una
revolución cultural de insospechadas consecuencias. Como ya está sucediendo a
nuestro mundo industrializado, de forma que, verbigracia, los hábitos de los
consumidores están cambiando hacia lo que algunos expertos llaman ya “el neoconsumismo
verde”, las empresas de capital riesgo de Silicon Valley están invirtiendo
grandes sumas en energías limpias del estigma de los gases de invernadero y
hasta los servicios de espionaje e inteligencia de los Estados Unidos han
identificad el cambio climático como un grave riesgo para la “seguridad de la
nación”.5
Ahora bien, aunque el ecologismo puede haber propiciado que sea
bastante segura una revolución cultural surgida del cambio climático, es
sumamente improbable que ésta se desarrolle por los cauces que proponen las ONG
de ecologistas, los partidos verdes y los activistas del “altermundismo” y la
antiglobalización. Será, si por fin se consolida, más bien una revolución del
tipo hipermoderno, que seguirá y superará muy probablemente las pautas de la
reciente revolución informática, la de los ordenadores, las telecomunicaciones
e internet, y que creará nuevas y desconocidas oportunidades de mercados de
bienes y servicios. Estará marcada, sobre todo, por la capacidad de innovación
científica y tecnológica del ingenio de los individuos, la flexibilidad de
adaptación de las instituciones y organizaciones sociales, económicas y
políticas y la movilidad de los recursos financieros de cada sociedad. Es
altamente posible que disciplinas científicas y tecnologías que apenas tienen
peso en la economía actual del mundo, como la nanotecnología o la proteómica,
se conviertan en industrias de gran peso y, además, con gran valor añadido, en
el PIB de los países más desarrollados, por lo que la brecha entre el mundo
industrializado y el mundo subdesarrollado tenderá más a crecer que a
disminuir.
El estado actual de nuestro desarrollo científico y tecnológico,
nuestra escasa y decreciente competitividad y el bajo valor añadido de la
actividad industrial estándar española hace que debamos ser más bien pesimistas
respecto del papel que nos tocará desarrollar en esa próxima revolución
cultural. ~
ENVIADO Y TOMADO LETRAS LIBRES
ver mas: http://www.letraslibres.com/revista/convivio/cambio-climatico-y-revolucion-cultural?page=full
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