Haití revisitado
Amelia Duarte de la Rosa
SI alguien emprendiera un viaje sin saber nada acerca de su destino
excepto la cantidad de víctimas que cobraron un terremoto y una epidemia; si
cargara en su maleta con unos cuantos libros de José Martí, Alejo Carpentier,
Aimeé Cesaire y Enrique Vila Matas, ropa vieja, una cámara fotográfica y una
estampa de la virgencita de la Caridad del Cobre, (resguardo de la Fe y las
calamidades); y si para colmo eligiera el optimismo y la curiosidad de
encontrar belleza en las pequeñas cosas como premisas, es probable que a ese
alguien le sucediera exactamente lo mismo que a mí cuando llegué a Haití.
Fue en el abrasado calor del diciembre caribeño cuando
aterricé por primera vez en Puerto Príncipe. Desde hacía dos años la situación
del país era titular de cabecera de casi todas las agencias de prensa, ora por
el terremoto, ora por la epidemia de cólera, ora el número de personas que a
diario morían por una causa u otra. No importaba qué fuera pero las noticias de
Haití siempre eran desastrosas. Todo indicaba que un descontrol dantesco de
fatalidad se había apoderado del país para zanjar cualquier rastro de
esperanza.
También en Cuba ha persistido, por lo general, una idea
distorsionada de la realidad haitiana. En la temprana fecha de 1941 Nicolás
Guillén, nuestro Poeta Nacional, advertía —en un artículo titulado Haití: la
isla encadenada, que publicó en Magazine de Hoy— este distanciamiento e
ignorancia hacia una tierra tan cercana. "Para la generalidad de los
cubanos, Haití es una tierra tenebrosa, sin cultura y sin espíritu. Aislada por
su lengua y por el prejuicio racial aún más que por su condición geográfica, se
mantiene alejada de nuestro conocimiento como si no se hallara a unas breves
horas de avión, a unos cuantos días por mar de Cuba".
Con todos estos precedentes de lecturas, noticias y consejos
me subí al avión con los ojos asustados pensando en llegar al país de las
tinieblas, al infierno del mundo (si, a veces suelo tener visiones muy
apocalípticas e infantiles). No creí jamás que en la tierra de Louverture no
iba a encontrar el desastre avisado. La primera imagen que tuve de Haití fue
desde el aire y recuerdo perfectamente que, en ese entonces, me dije: no se ve
tan mal.
Entonces intenté ser práctica y objetiva. No quise llevarme
por los precedentes y me di a la tarea de hablar de un Haití diferente, de un
país que no estuviera todo el tiempo mancillado por la maldición y la miseria.
Con ese deseo se abrieron ante mí un sin número de cosas maravillosas y reales.
Aparecieron de a poco, con el tiempo y la observación. Ahora sé, después de
haber vivido un año en la primera nación que conquistó su independencia en
América Latina, que siempre han estado ahí: en su historia, su cultura, su
gente, su idiosincrasia, sus leyendas, su religión, sus modos de vida.
Tampoco fui ajena a la realidad. Haití es el país más pobre
del continente y como tal padece. Pero sufre no solo la indigencia, es víctima
también de la caridad y el abismal oportunismo de los poderosos, esos mismos
que lo han despojado históricamente de casi todo. Carga consigo como grilletes
la desventura de gobiernos corruptos, golpes de estado, intervenciones
militares, opresión, despojo, agresión, mezquindad, desprecio, y el carácter
parasitario, dominante del imperialismo y el capitalismo en su forma más cruda.
Doce meses exactos permanecí en La Española y pude percibir
cómo de entre las ruinas y los vestigios del terremoto, surgía un nuevo país.
Viví en el downtonw, en la Rue Honoré, justo detrás de las ruinas del
Palacio Presidencial y en frente del Hospital Militar, cerca del Champs de
Mars, el Panteón Nacional, la avenida del puerto, los vestigios de la otrora
Catedral y Cité Soleil, la parte baja y más peligrosa de Puerto Príncipe. Aun
así me sentí afortunada por mi circunstancia.
El downtonw, uno de los barrios más populares de
Puerto Príncipe, es un sitio desconcertante. Sumergido constantemente en un
sopor moribundo, es la sede de los pequeños comercios de la zona, que
multiplican su disponibilidad las veinticuatro horas, a razón de 15 ó 20 por
cuadra.
Las calles de día siempre repletas de gente: sus márgenes
están infectadas de una hostilidad desértica y a veces se percibe una energía
desamparada atragantada de ruidos, música de altoparlantes, motocicletas,
autos, bares, marchantes o vendedores ambulantes de medicinas, zapatos, ropas y
todo cuanto pueda ser comercializable. Durante las noches, la vida tiene una
calma aparente. Circulan pocas personas, quizá, basadas en el mágico mito de la
oscuridad del vudú y la posible aparición de los zombies. El índice delictivo y
de violencia es también directamente proporcional al avance de la nocturnidad.
En las esquinas, a la caída del sol, se sitúan prostitutas, chicas jóvenes la
mayoría haitianas, las dominicanas, en cambio, están destinadas a burdeles con un
poco más de privacidad.
Los lugares de lujo están ubicados en las cimas de las
montañas, mientras más alto esté situado el lugar mejor es el estatus de la
persona. Así, a medida que se sube por la céntrica avenida Delmas o por la
Panamericana (que no es su nombre real pero todos la nombran de esa manera) se
comienzan a vislumbrar las diferencias sociales. Como en todas partes hay
lugares para pobres y otros para millonarios, pero el punto agregado reside en
el abismo tan grande de la diferencia.
Existen muchos comercios, boutiques y mercados enormes,
propiedades de sirios en su totalidad, que ofrecen productos de alta calidad y
sobre todo seguridad, cuestión por la que se paga bien caro en tiempos
modernos. En Petion Ville —uno de los barrios de ascendencia más populares—
están las embajadas, las corporaciones, los hoteles lujosos y la otra vida a la
que muchos quieren llegar.
Aunque fue Puerto Príncipe el centro neurálgico de todas mis
visiones, pude recorrer el país de punta a cabo. Los médicos cubanos están
distribuidos en comunas, sub-comunas, montañas y zonas intrincadas de los diez
departamentos que conforman la nación. Mi objetivo era salir a su encuentro y
constatar la filantropía de su trabajo, condición innegable que solo se
interioriza
cuando se camina por los pasillos de un hospital comunitario
de referencia (HCR), –único lugar donde la población recibe servicios médicos
gratuitos. Sin embargo, anexado a la dedicación y el altruismo de la
colaboración cubana descubrí historias interesantes y diferentes en cada lugar.
De ahí nacieron todos los testimonios y crónicas, que vieron
la luz por primera vez en las páginas del diario Granma en el 2012, y que
pretendieron, más que nada, cambiar algunos puntos de vista y soslayar ese
miedo inducido hacia lo maltratado. Se incluyen además materiales que revisitan
la presencia de Cuba en una tierra tan cercana, objetivo central de mi viaje,
fructífero y revelador en muchísimos sentidos.
Recorrer Haití, vivir entre su gente, comunicarme en creole,
francés, inglés y, a veces en español, intentar entender el porqué de su
accionar, conocer la desesperación, la pobreza, las zonas oscuras, pero también
la sonrisa, el agradecimiento, la paciencia y perseverancia con que se
enfrentan los problemas fueron las partes concomitantes que me ayudaron a
conformar ese todo que llamo "mi enfoque haitiano de la realidad".
Más de uno pensaría que probablemente se trate de una
cuestión de perspectivas y es así. No lo niego. Mi visión sobre Haití es muy
particular y no podría ser de otra forma. Es mi mejor manera de agradecerle
todo lo que marcó en mi personalidad. Las experiencias que tuve me hicieron
enfrentarme a verdades desconocidas, salir del cascarón y encontrarme a mí
misma. Lo confieso.
A ese país sin tiempo, de movimientos inesperados y cosas
inadvertidas, donde todo se exacerba y el fuerte contraste no permite analogías
de ningún tipo, dedico esta compilación.
Solo pretendo, como tantos otros, insertar y reivindicar en
el orgullo latinoamericano al estado que patentizó la lucha por la liberación,
se hizo respetar y aportó un legado inapreciable de cómo se hacen las
revoluciones.
TOMADO DE LA GRANMA DE CUBA
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